Alberto no se murió.
"Comprendí que lo que había deseado toda mi vida no era vivir -si se le puede llamar vivir a lo que hacen los otros-, sino expresarme."
Henry Miller
1
Alberto, mi conejo, chilló, convulsionó y murió.
Probablemente por eso morí yo, aunque mejor dicho el día de mi nacimiento fue el primer día en que morí oficialmente.
Muero cada día. Nadie parece notarlo. Juro por mi muerte más sofocante que es así. Por mas que trato de mantenerme erguido y hasta fuerzo mis venas cardiacas a seguir funcionando, llega la noche y muero.
Quizás morir sea uno de mis pasatiempos predilectos. O sencillamente no me quede algo mejor que hacer.
Algunos prefieren dignarse a sentar sus grandes culos en butacas de cine, masturbarse en baños públicos o deleitarse con unos veinte o treinta avisos fúnebres semanales. Como dije anteriormente, prefiero morir.
Era una de esas noches mortíferas, mientras llevaba a cabo una agonía poco severa, cuando una mosca interrumpió el acto desfalleciente con un tedioso sonido de alas chocando contra el vidrio de la ventana del piso de abajo.
Ella también morirá- pensé y permanecí una media hora mas tratando de no prestarle atención al horrorifico repiqueteo moscal.
Allí estaba, quizás desesperada como yo, tratando de escapar.
Por mero egoísmo, no le abrí la ventana. Alimentaba mi sadismo, uno de los tantos fetiches que poseo.
Ella desesperada, yo sintiendo como el calor abandonaba mi cuerpo lentamente. Una combinación mas que erótica para cualquier pervertido del mundo de la pornografía.
Pero sigamos con mi obsesión por la muerte que resulta un tanto mas interesante que la mayoría de los pervertidos pornográficos.
Comenzó cuando tenía quince años.
Ese día fui consciente de mis muertes y desde entonces que no puedo morir tranquilo. Antes, sencillamente no notaba las células de mi cuerpo parar de funcionar o probablemente no QUERIA notarlo, lo cual obviamente resultaba mas sencillo.
Fue un treinta y uno de enero, cuando me admití "Matías, estas muriendo".
Orgulloso de mi descubrimiento, me senté sobre la mesada de la cocina, tome la guía telefónica de páginas amarillas y dizque al azar unos cuantos números.
Recuerdo la primera mujer que me atendió.
"Hola?"
"Hola señora"
"¿Quién es?
"¿Cuál es la importancia de ello?
Colgó.
Para la próxima llamada, decidí que me llamaría Pascal. Me tomarían por un cenicero o con suerte por un retrasado mental. No importaba, tenía que informarle a alguien acerca de mis muertes diarias o terminaría mas muerto que lo usual. Está claro que este dato no podía contárselo a mis padres. Los quería y no era de mi satisfacción hacerles notar sus propias muertes.
"Si?"
"Quería contarle algo muy importante"
"Con quién quiere hablar?"
"Con usted"
"Quién es?"
"Pascal"
"No conozco ningún Pascal"- y colgó.
Pensé que tendría más suerte, pero por alguna razón nadie deseaba escucharme, ni el mismísimo día de mi cumpleaños. No me sorprendió.
2
Henry Miller
1
Alberto, mi conejo, chilló, convulsionó y murió.
Probablemente por eso morí yo, aunque mejor dicho el día de mi nacimiento fue el primer día en que morí oficialmente.
Muero cada día. Nadie parece notarlo. Juro por mi muerte más sofocante que es así. Por mas que trato de mantenerme erguido y hasta fuerzo mis venas cardiacas a seguir funcionando, llega la noche y muero.
Quizás morir sea uno de mis pasatiempos predilectos. O sencillamente no me quede algo mejor que hacer.
Algunos prefieren dignarse a sentar sus grandes culos en butacas de cine, masturbarse en baños públicos o deleitarse con unos veinte o treinta avisos fúnebres semanales. Como dije anteriormente, prefiero morir.
Era una de esas noches mortíferas, mientras llevaba a cabo una agonía poco severa, cuando una mosca interrumpió el acto desfalleciente con un tedioso sonido de alas chocando contra el vidrio de la ventana del piso de abajo.
Ella también morirá- pensé y permanecí una media hora mas tratando de no prestarle atención al horrorifico repiqueteo moscal.
Allí estaba, quizás desesperada como yo, tratando de escapar.
Por mero egoísmo, no le abrí la ventana. Alimentaba mi sadismo, uno de los tantos fetiches que poseo.
Ella desesperada, yo sintiendo como el calor abandonaba mi cuerpo lentamente. Una combinación mas que erótica para cualquier pervertido del mundo de la pornografía.
Pero sigamos con mi obsesión por la muerte que resulta un tanto mas interesante que la mayoría de los pervertidos pornográficos.
Comenzó cuando tenía quince años.
Ese día fui consciente de mis muertes y desde entonces que no puedo morir tranquilo. Antes, sencillamente no notaba las células de mi cuerpo parar de funcionar o probablemente no QUERIA notarlo, lo cual obviamente resultaba mas sencillo.
Fue un treinta y uno de enero, cuando me admití "Matías, estas muriendo".
Orgulloso de mi descubrimiento, me senté sobre la mesada de la cocina, tome la guía telefónica de páginas amarillas y dizque al azar unos cuantos números.
Recuerdo la primera mujer que me atendió.
"Hola?"
"Hola señora"
"¿Quién es?
"¿Cuál es la importancia de ello?
Colgó.
Para la próxima llamada, decidí que me llamaría Pascal. Me tomarían por un cenicero o con suerte por un retrasado mental. No importaba, tenía que informarle a alguien acerca de mis muertes diarias o terminaría mas muerto que lo usual. Está claro que este dato no podía contárselo a mis padres. Los quería y no era de mi satisfacción hacerles notar sus propias muertes.
"Si?"
"Quería contarle algo muy importante"
"Con quién quiere hablar?"
"Con usted"
"Quién es?"
"Pascal"
"No conozco ningún Pascal"- y colgó.
Pensé que tendría más suerte, pero por alguna razón nadie deseaba escucharme, ni el mismísimo día de mi cumpleaños. No me sorprendió.
2
Estaba por llamar a mi madre y contarle, sin compasión, cuando tocaron el timbre.
Era LA oportunidad, LA salvación, llamando a mi puerta.
Cerré las páginas amarillas y salté de la mesada.
Era un hombre calvo, de unos cincuenta años, ofreciéndome escobas. Nunca sentí atracción hacia dicho artilugio de limpieza, sin embargo, le compré tres escobas. Los mangos eran suaves y olían a aserrín. El hombre calvo sonrió y le dije -por primera vez a alguien- que estaba muriendo.
El hombre se quedó mirándome, yo sonreía.
Otro miserable moribundo, pensé. No emitió ningún comentario, sólo me miraba. Me sentí bien. Alguien me estaba escuchando y posiblemente era consciente de sus propias múltiples muertes también.
"Pareces muy sano- concluyó finalmente.
"No, no lo estoy"
"Perdón"
¿Perdón? Entendí que no sabía nada acerca de la muerte, sonreí nuevamente y entré en la cocina.
Tendría que seguir discando números telefónicos junto a mi alter-ego Pascal, al azar. Nunca sentí placer al pronunciar mi nombre.
3
A lo largo de las dos semanas entrantes, sentí el gran deseo de hacer publicas mis muertes. Podía ver los titulares en los diarios:
"Joven de quince años asegura morir diariamente."
Hasta que noté que lo mas probable era ser tomado por un enfermo-esquizoide-bipolar-suicida-maniático más. De esta manera, abandoné mis deseos de informe mortífero para con los medios. No deseaba terminar explicándole a ningún malparido acerca de mis muertes y mucho menos tener que hacerlo encerrado en un neuropsiquiatrico. Aunque mas tarde, así fue. Pero dejemos la "pérdidadedignidad" para la próxima ocasión. En ese momento simplemente intentaba deshacerme de alguna manera de las continuas muertes nocturnas.
Al año siguiente, luego de tratar reiteradas veces de dar a conocer mis muertes y fallar, opté por encerrarme en mí o mejor dicho guardarme las muertes sin tratar de compartirlas con nadie, como en realidad lo venía haciendo hasta ese entonces.
Había dejado de usar mis pantalones azules con rayitas rojas y esos buzos horrendos de colores. Sólo estaba dispuesto a lucir gabardinas, corderoys, lanas y abrelatas que fueran negros. Creo que era la manera mas fácil y estúpida de lucir la muerte. La muerte no era negra en ese entonces, ni ahora. Pero el negro era uno de mis colores favoritos y además combinaba bien con mi alma sufriente.
Alma no poseo y sufrir es solo un sentimiento[1]. Un sentimiento es simplemente ese hueso sin carne que nadie quiere comer. Eso. Nada más que un simple, desagradable y humeante hueso.
Lo curioso era que tenía, y tengo, una gran colección de huesos en casi todo lugar.
Me encargaba de juntar los platos luego de todos los asados. De esta manera, me aseguraba de guardar los huesos que los comensales habían dejado una vez concluido el acto alimenticio. Con la típica excusa de "se los voy a dar a los perros", mi colección incrementaba. De todas maneras, estaba más que claro que los envolvía en papel celofán, para luego guardarlos bajo la almohada, junto con otros cuarenta y siete coma cuatro huesos mas.
4
Guardarme la muerte se estaba tornando en perjudicial. Me consolaba pensando estupideces tales como "acaso hay algo que no lo sea?". Así, comencé a desarrollar una autocompasión mas desagradable que la muerte misma.
Por lo cual, tratando de salirme, comencé a escribir con marcador indeleble los respaldos de los colectivos. Siempre la misma frase: "Estoy muriendo". Mas tarde le agregué un "...y usted también".
Nadie nunca se quejo mientras el marcador indeleble emitía destellos en los asientos. Sin duda eran cómplices. También estaban muriendo.
[1] Si hay algo que me logra excitar continuamente son mis contradicciones. Sin ellas, los talones de Alberto carecerían de sentido explicito
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