domingo, julio 16, 2006

Maldita heladera (Parte 2)

Sea mero pasatiempo o no, Ronnie se sentó con su juego de ajedrez en el retrete de la señora Miller, esposa del hijo de puta de su padre.
Su mente daba lugar a una filmación bizarra: un egomaníaco consumiendo líquido de berenjena al compás de un disco de Brahms. Cuanto mayor era la tensión sinfónica más y más líquido berenjenico introducía en sus fosas nasales.
Sin poder concentrarse en el juego, Ronnie prolongaba mas de lo debido el fetiche de los peones, olvidándose de la Torre heroica. Casi a gritos la reina pedía ser rescatada mientras el malparido del rey gozaba del vaivén clioriano.

'Ronnie, ¿estás bien?"
“No podría estar mejor, señora.”
“Llevas mas de media hora ahí adentro, empiezo a preocuparme.”
“No debería.”
“Necesito enjuagar mis pestañas”
“Puede hacerlo en la cocina.”
“Por dios santo, Ron, es mi baño.”
“No demoraré. Ahora permítame concentrarme.”
“¿Concentrarse?”
“Sí”
“Si es eso lo que quieres, adelante.”

Ronnie trataba de descifrar el significado de aquel egomaníaco vegetariano en su cabeza. El tiempo pasaba y la señora Miller parecía impacientarse. A tal punto llego su turbación que fingió un sofocamiento que Ronnie pudo notar claramente como ilusorio. A éste le siguió un mareo, una descompostura estomacal y hasta una pulmonía carnal.

“Señora, por favor, son unos segundos mas y el baño es todo suyo.”
“El baño ES mío.”
“Sin duda.”
“Hágame el favor de salir de ahí adentro.”

Ronnie guardo su set de ajedrez, dejando a la reina entre déspotas gemidos orgasmicos. Sin poder sacar aquella película de su cabeza, levantó sus pantalones, enjuago su saliva y salió del baño.

“Necesito una explicación convincente.”
“No necesito convencer a nadie, señora, disculpe”.

Tomó su saco, su mochila roída por el tiempo atemporal y se esfumo entre la ciudad sepulcral. Sepulcros en cada persona. En sus caras mayormente. Pero claro, nadie mas que él notaba dicho artificio insalubre.
Una vez en su casa, desenterró una valija violeta de una de las macetas que maceteaban pasivamente sobre el balcón de su habitación. La pintura estaba desgastándose y se asomaba la típica negrura epidérmica de la mayoría de las valijas. Sin un gramo de preocupación, abrió la valija y saco de su interior un paquete de cigarrillos, su taza preferida y un libro de poemas de Charles Baudelaire.
Tomo el libro del lomo y -de manera rutinaria- sacó el boleto de colectivo utilizado como señalador. Leyó en voz alta su poema preferido mientras encendía un cigarrillo con su avejentada glándula prostática.

"En la pierna, una media rosa bordada de oro,
tal como un recuerdo, perdura.
La liga, como un ojo secreto que flamea,
diamantino mirar fulgura."
Aquel séptimo verso lograba capturar su atención. De hecho Una mártir lograba despojarlo de toda ansiedad por completo. Una vez alejando del film berenjenico, sacó el juego de ajedrez y prendiendo otro cigarrillo, logró librar a la reina de aquel hijo de puta que se hacia pasar por rey.