jueves, agosto 31, 2006

Palmeritas, danette, agua manzanicamente saborizada.

-German, tengo sueño. Mejor...mejor dejamos esto para otro día, si?
-esto que?
-digo, esto de escribir y hablar. Hablar y escribir. Mejor dicho, hablar mientras este nos escribe.
-persecuta eh?
-como no tenerla? ESTA ESCUCHANDO TODO.
-cual es el problema?
-es un problema. No me gusta ser escuchado.
-mira, si hay algo que buscas siempre es ser escuchado. Así que no me vengas con estas metamorfoseadas a las cuatro menos diez de la mañana.
-es que..
-es que, que? VOS sos la misma persona. Vos sos él que te esta escribiendo en este instante. Y tambien yo soy él. Por ende somos los dos él.
-lo sé, lo sé. Aun..
-Aun que?
-Dejame terminar, por favor. Aun me incomoda o algo.
-Dejate de joder, Matías.
-Matías?
-Perdón, digo, German.
-Sabes que?
-Claro que sé, si estoy adentro de tu cabeza.
-Me cansaste. No quiero jugar mas a esto.
-Yo nunca quise.
-entonces por que seguís escribiendo?
-Escribiendo?
-Escribiendo, hablando, lo que sea.
-Callate.
-Ok.

miércoles, agosto 23, 2006

SEPTIEMBRE 2006, $7.50 EN TODA LA ARGENTINA.

Dos pares de manos. Dos negras y dos blancas. Aunque, si miraba de cerca, eran claramente extremidades trigueñas. Se acercó más a la fotografía y concluyó:
Son cuatro manos desiguales.
Una de las morenas, era de menor tamaño. O eran de mujer o bien de algún muchacho afeminado. O quizás (muy probablemente), de menor masa muscular.
En fin, aquellas cuatro manos formando una U, lograron captar no sólo aquel mensaje de marca de cigarrillos conocida, sino su completa atención al análisis de sus texturas.
Extirpó la publicidad de la revista y siguió ojeándola, riéndose para sí mismo.
U MANO.
Eso era lo que era.
Eso era lo único que quería saber.
Eso era lo único que quería saber para estar completo.
Una vez relleno, en pleno trance, se distrajo con una resonancia arisca. Un llamado perturbaba su oído. Una voz que delataba una descompostura estomacal reciente.
“SAYKO”
“Uh, sí” contestó.
Entró al consultorio del dentista, casi por inercia. En un estado de alerta pasivo. Tratando de no perder esa complitud obtenida.
“Dígame, usted, conoce aquel instrumento hecho de cerdas distribuidas a lo largo de un armazón, que sirve para limpiar aquel cuerpo duro que posee entre las mandíbulas?”
“Sí”
“¿Por qué no lo usa entonces?”
“Lo uso”
“Cómo explica, entonces, tremenda capa amarillenta de placa bacteriana?”
“No lo sé. ¿Orina?”
“No se haga el gracioso”
Una vez fuera del consultorio, notó que su complitud se alejaba lentamente. Sin dudarlo, sacó de su bolsillo aquella foto de manos entrelazadas en U.
El efecto no fue el mismo. El hinchazón interior no incremento como lo había hecho antes.
Era un humano, sí.
Lo que faltaba entonces, eran dos manos más. Como en la foto. Esa era la clave. Una simple y llana salida a su perdida de complitud.
Durante los dos días siguientes, buscó a mas no poder un par de manos más para complementar su estructura humanoide.
Repisas, placares, almohadones. Dentro de cada cajita vacía de disco compacto. En el lavarropas y también en el caño de la cocina.
Nada.
Salió de su casa. Recorrió las calles locales. Nada.
Le pidió a una amigo que le diera sus manos. También a su madre, a su abuela y a su perro. Nada.
Desafortunadamente su perro no poseía manos como las que él buscaba. Por otro lado, su madre y su amigo eran del tipo de seres egoístas que no estaban dispuestos a entregar siquiera las manecillas del reloj.
Los días pasaban. Estaba por darse por vencido. Hasta que...
Se deprimió. Se encerró en el placard de la habitación de su hermana. Y amenazó con no salir hasta que algún integrante de la familia le otorgará dos manos.
Nadie cedió, por supuesto. Lo que significaba El fin. No lograría sobrevivir encerrado junto a perchas y prendas de vestir por más de una semana. Pero estaba dispuesto a morir. Era un autentico mártir desenmascarado. Un rufián pervertido a la luz de la lámpara de techo.
Dormía hasta el mediodía. De esta manera asegurándose que no había nadie cerca, para ir al baño, comer alguna galletita de pasas y con suerte lamer algún bols con gusto a los restos de comida de la noche anterior.
Cuando se vive en estado de amenaza permanente uno crea la ilusión de que el mundo es una amenaza. Que la gente que forma esa bola de mierda es una amenaza. Probablemente se deba a que en algún momento sus padres lo fueron (y quizás lo sigan siendo). Uno nunca termina de adaptarse a esta situación. Uno piensa que lo va a poder cambiar. Que va a tener aquello que tanto pretende. Alimenta su capricho hasta que la amenaza llega y cae. Y es débil y respirar se torna en un asunto complejo. Hasta que su capricho cede. Termina aceptando dicho entorno y concluye echándose la culpa. Así deja de funcionar, mediante un tedioso y rudimentario “bloqueo”. Escribe sobre este estado. Lee. Escucha canciones y se baja sus letras de algún estúpido buscador de la Internet. Se obsesiona con aquello que parece una salida. Así, crea lo que se llama un “compañero de viaje”. Completamente ficticio, metafórico. Es cuando nota dicha compañía ilusoria cuando se cae de aquella torre que en algún momento construyo. Se hace mierda contra el piso.
Recién ahí. Una vez con los huesos deshilachados, vuelve a mover el resto de sus extremidades. Calienta sus manos dentro de su ropa interior, contra sus genitales y continua con la búsqueda de aquellas otras dos que faltan.
Al mes de encierro, cedió. Salió del placard. Colocó los trajes y blusas apolilladas en sus respectivas perchas. Se preparó un huevo duro y salchichas calentadas en el microondas.
Una vez concluido el acto alimenticio, telefoneo a su amiga con rulos.
¡Vaya, que rulos tenia aquella ramera!
“Hola Efímera”
“Hola Unmasked”
“¿Cómo estas?”
“Normal, creo”
“¿Puedo ir a tu hogar?”
“Claro”
“Ahora voy”
Tiró los platos en la pileta. No estaba dispuesto a lavarlos. De todas maneras, nadie lo notaria. Sin duda podrían reprochárselo cuando deslizasen el limpia fondos. Pero no por aquel entonces.
Llegó a la casa de su amiga Efímera. Lucía garras un tanto tétricas en sus pies. Hecho completamente racional: hacían juego con su alma macabra.
Le contó acerca de la foto de manos en U que había encontrado en la sala de espera del dentista. Efímera le dijo que le ocurría algo similar. Había visto aquella publicidad en un cartel cerca de la facultad. Lo cual, causó una gran alivio dentro de su estomago. Efímera era increíble. Pero el alivio desapareció en cuanto se enteró que quería las manos para introducirlas dentro de algún recoveco corporal que mejor no mencionar.
Estaba solo. Asquerosamente y desagradablemente solo.
Ni su amiga Efímera, buscaba aquella complitud con la cual se había encaprichado.
Su rutina seguía siendo la misma. Dormía durante las mañanas, se despertaba pasado el mediodía y se iba a buscar aquellas malditas manos luego. Llegaba la noche y se quedaba meditando hasta que el gallo del vecino empezaba a chillar.
No tenía las manos.
Ni alguna idea de como conseguirlas.
“Nada” es un buen nombre para un conejo.
Efímera quería las manos. Efímera las necesitaba. Por lo tanto Efímera estaba en una situación similar. Es mas, Efímera también deseaba incorporarlas en su cuerpo.
Se tranquilizó al notarlo y decidió que junto con Efímera seria mas fácil de lograr.
Aquella noche, pegó el recorte fotográfico en la pared que enfrentaba su cama. La analizó hasta dormirse. Tenía la solución a menos de dos metros.
Soñó que un ave de rapiña devoraba su nuez de Adán mientras ésta comenzaba a sufrir una ceguera. Inmerso en el sueño, descubrió lo ilógico que era y se despertó. Tocó su garganta. Todo estaba en su lugar. No poseía cuatro manos. Ni conocía a nadie que gozase de ellas. Sonrió y se volvió a dormir, pensando que tampoco había intimado con alguien que guardase banditas elásticas de plush en la alacena.

sábado, agosto 12, 2006

Alberto no se murió.

"Comprendí que lo que había deseado toda mi vida no era vivir -si se le puede llamar vivir a lo que hacen los otros-, sino expresarme."
Henry Miller


1

Alberto, mi conejo, chilló, convulsionó y murió.
Probablemente por eso morí yo, aunque mejor dicho el día de mi nacimiento fue el primer día en que morí oficialmente.
Muero cada día. Nadie parece notarlo. Juro por mi muerte más sofocante que es así. Por mas que trato de mantenerme erguido y hasta fuerzo mis venas cardiacas a seguir funcionando, llega la noche y muero.
Quizás morir sea uno de mis pasatiempos predilectos. O sencillamente no me quede algo mejor que hacer.
Algunos prefieren dignarse a sentar sus grandes culos en butacas de cine, masturbarse en baños públicos o deleitarse con unos veinte o treinta avisos fúnebres semanales. Como dije anteriormente, prefiero morir.
Era una de esas noches mortíferas, mientras llevaba a cabo una agonía poco severa, cuando una mosca interrumpió el acto desfalleciente con un tedioso sonido de alas chocando contra el vidrio de la ventana del piso de abajo.
Ella también morirá- pensé y permanecí una media hora mas tratando de no prestarle atención al horrorifico repiqueteo moscal.
Allí estaba, quizás desesperada como yo, tratando de escapar.
Por mero egoísmo, no le abrí la ventana. Alimentaba mi sadismo, uno de los tantos fetiches que poseo.
Ella desesperada, yo sintiendo como el calor abandonaba mi cuerpo lentamente. Una combinación mas que erótica para cualquier pervertido del mundo de la pornografía.
Pero sigamos con mi obsesión por la muerte que resulta un tanto mas interesante que la mayoría de los pervertidos pornográficos.
Comenzó cuando tenía quince años.
Ese día fui consciente de mis muertes y desde entonces que no puedo morir tranquilo. Antes, sencillamente no notaba las células de mi cuerpo parar de funcionar o probablemente no QUERIA notarlo, lo cual obviamente resultaba mas sencillo.
Fue un treinta y uno de enero, cuando me admití "Matías, estas muriendo".
Orgulloso de mi descubrimiento, me senté sobre la mesada de la cocina, tome la guía telefónica de páginas amarillas y dizque al azar unos cuantos números.
Recuerdo la primera mujer que me atendió.
"Hola?"
"Hola señora"
"¿Quién es?
"¿Cuál es la importancia de ello?
Colgó.
Para la próxima llamada, decidí que me llamaría Pascal. Me tomarían por un cenicero o con suerte por un retrasado mental. No importaba, tenía que informarle a alguien acerca de mis muertes diarias o terminaría mas muerto que lo usual. Está claro que este dato no podía contárselo a mis padres. Los quería y no era de mi satisfacción hacerles notar sus propias muertes.

"Si?"
"Quería contarle algo muy importante"
"Con quién quiere hablar?"
"Con usted"
"Quién es?"
"Pascal"
"No conozco ningún Pascal"- y colgó.
Pensé que tendría más suerte, pero por alguna razón nadie deseaba escucharme, ni el mismísimo día de mi cumpleaños. No me sorprendió.



2

Estaba por llamar a mi madre y contarle, sin compasión, cuando tocaron el timbre.
Era LA oportunidad, LA salvación, llamando a mi puerta.
Cerré las páginas amarillas y salté de la mesada.
Era un hombre calvo, de unos cincuenta años, ofreciéndome escobas. Nunca sentí atracción hacia dicho artilugio de limpieza, sin embargo, le compré tres escobas. Los mangos eran suaves y olían a aserrín. El hombre calvo sonrió y le dije -por primera vez a alguien- que estaba muriendo.
El hombre se quedó mirándome, yo sonreía.
Otro miserable moribundo, pensé. No emitió ningún comentario, sólo me miraba. Me sentí bien. Alguien me estaba escuchando y posiblemente era consciente de sus propias múltiples muertes también.
"Pareces muy sano- concluyó finalmente.
"No, no lo estoy"
"Perdón"
¿Perdón? Entendí que no sabía nada acerca de la muerte, sonreí nuevamente y entré en la cocina.
Tendría que seguir discando números telefónicos junto a mi alter-ego Pascal, al azar. Nunca sentí placer al pronunciar mi nombre.



3

A lo largo de las dos semanas entrantes, sentí el gran deseo de hacer publicas mis muertes. Podía ver los titulares en los diarios:

"Joven de quince años asegura morir diariamente."

Hasta que noté que lo mas probable era ser tomado por un enfermo-esquizoide-bipolar-suicida-maniático más. De esta manera, abandoné mis deseos de informe mortífero para con los medios. No deseaba terminar explicándole a ningún malparido acerca de mis muertes y mucho menos tener que hacerlo encerrado en un neuropsiquiatrico. Aunque mas tarde, así fue. Pero dejemos la "pérdidadedignidad" para la próxima ocasión. En ese momento simplemente intentaba deshacerme de alguna manera de las continuas muertes nocturnas.

Al año siguiente, luego de tratar reiteradas veces de dar a conocer mis muertes y fallar, opté por encerrarme en mí o mejor dicho guardarme las muertes sin tratar de compartirlas con nadie, como en realidad lo venía haciendo hasta ese entonces.
Había dejado de usar mis pantalones azules con rayitas rojas y esos buzos horrendos de colores. Sólo estaba dispuesto a lucir gabardinas, corderoys, lanas y abrelatas que fueran negros. Creo que era la manera mas fácil y estúpida de lucir la muerte. La muerte no era negra en ese entonces, ni ahora. Pero el negro era uno de mis colores favoritos y además combinaba bien con mi alma sufriente.
Alma no poseo y sufrir es solo un sentimiento[1]. Un sentimiento es simplemente ese hueso sin carne que nadie quiere comer. Eso. Nada más que un simple, desagradable y humeante hueso.
Lo curioso era que tenía, y tengo, una gran colección de huesos en casi todo lugar.
Me encargaba de juntar los platos luego de todos los asados. De esta manera, me aseguraba de guardar los huesos que los comensales habían dejado una vez concluido el acto alimenticio. Con la típica excusa de "se los voy a dar a los perros", mi colección incrementaba. De todas maneras, estaba más que claro que los envolvía en papel celofán, para luego guardarlos bajo la almohada, junto con otros cuarenta y siete coma cuatro huesos mas.



4


Guardarme la muerte se estaba tornando en perjudicial. Me consolaba pensando estupideces tales como "acaso hay algo que no lo sea?". Así, comencé a desarrollar una autocompasión mas desagradable que la muerte misma.
Por lo cual, tratando de salirme, comencé a escribir con marcador indeleble los respaldos de los colectivos. Siempre la misma frase: "Estoy muriendo". Mas tarde le agregué un "...y usted también".
Nadie nunca se quejo mientras el marcador indeleble emitía destellos en los asientos. Sin duda eran cómplices. También estaban muriendo.

[1] Si hay algo que me logra excitar continuamente son mis contradicciones. Sin ellas, los talones de Alberto carecerían de sentido explicito