Dos pares de manos. Dos negras y dos blancas. Aunque, si miraba de cerca, eran claramente extremidades trigueñas. Se acercó más a la fotografía y concluyó:
Son cuatro manos desiguales.
Una de las morenas, era de menor tamaño. O eran de mujer o bien de algún muchacho afeminado. O quizás (muy probablemente), de menor masa muscular.
En fin, aquellas cuatro manos formando una U, lograron captar no sólo aquel mensaje de marca de cigarrillos conocida, sino su completa atención al análisis de sus texturas.
Extirpó la publicidad de la revista y siguió ojeándola, riéndose para sí mismo.
U MANO.
Eso era lo que era.
Eso era lo único que quería saber.
Eso era lo único que quería saber para estar completo.
Una vez relleno, en pleno trance, se distrajo con una resonancia arisca. Un llamado perturbaba su oído. Una voz que delataba una descompostura estomacal reciente.
“SAYKO”
“Uh, sí” contestó.
Entró al consultorio del dentista, casi por inercia. En un estado de alerta pasivo. Tratando de no perder esa complitud obtenida.
“Dígame, usted, conoce aquel instrumento hecho de cerdas distribuidas a lo largo de un armazón, que sirve para limpiar aquel cuerpo duro que posee entre las mandíbulas?”
“Sí”
“¿Por qué no lo usa entonces?”
“Lo uso”
“Cómo explica, entonces, tremenda capa amarillenta de placa bacteriana?”
“No lo sé. ¿Orina?”
“No se haga el gracioso”
Una vez fuera del consultorio, notó que su complitud se alejaba lentamente. Sin dudarlo, sacó de su bolsillo aquella foto de manos entrelazadas en U.
El efecto no fue el mismo. El hinchazón interior no incremento como lo había hecho antes.
Era un humano, sí.
Lo que faltaba entonces, eran dos manos más. Como en la foto. Esa era la clave. Una simple y llana salida a su perdida de complitud.
Durante los dos días siguientes, buscó a mas no poder un par de manos más para complementar su estructura humanoide.
Repisas, placares, almohadones. Dentro de cada cajita vacía de disco compacto. En el lavarropas y también en el caño de la cocina.
Nada.
Salió de su casa. Recorrió las calles locales. Nada.
Le pidió a una amigo que le diera sus manos. También a su madre, a su abuela y a su perro. Nada.
Desafortunadamente su perro no poseía manos como las que él buscaba. Por otro lado, su madre y su amigo eran del tipo de seres egoístas que no estaban dispuestos a entregar siquiera las manecillas del reloj.
Los días pasaban. Estaba por darse por vencido. Hasta que...
Se deprimió. Se encerró en el placard de la habitación de su hermana. Y amenazó con no salir hasta que algún integrante de la familia le otorgará dos manos.
Nadie cedió, por supuesto. Lo que significaba El fin. No lograría sobrevivir encerrado junto a perchas y prendas de vestir por más de una semana. Pero estaba dispuesto a morir. Era un autentico mártir desenmascarado. Un rufián pervertido a la luz de la lámpara de techo.
Dormía hasta el mediodía. De esta manera asegurándose que no había nadie cerca, para ir al baño, comer alguna galletita de pasas y con suerte lamer algún bols con gusto a los restos de comida de la noche anterior.
Cuando se vive en estado de amenaza permanente uno crea la ilusión de que el mundo es una amenaza. Que la gente que forma esa bola de mierda es una amenaza. Probablemente se deba a que en algún momento sus padres lo fueron (y quizás lo sigan siendo). Uno nunca termina de adaptarse a esta situación. Uno piensa que lo va a poder cambiar. Que va a tener aquello que tanto pretende. Alimenta su capricho hasta que la amenaza llega y cae. Y es débil y respirar se torna en un asunto complejo. Hasta que su capricho cede. Termina aceptando dicho entorno y concluye echándose la culpa. Así deja de funcionar, mediante un tedioso y rudimentario “bloqueo”. Escribe sobre este estado. Lee. Escucha canciones y se baja sus letras de algún estúpido buscador de la Internet. Se obsesiona con aquello que parece una salida. Así, crea lo que se llama un “compañero de viaje”. Completamente ficticio, metafórico. Es cuando nota dicha compañía ilusoria cuando se cae de aquella torre que en algún momento construyo. Se hace mierda contra el piso.
Recién ahí. Una vez con los huesos deshilachados, vuelve a mover el resto de sus extremidades. Calienta sus manos dentro de su ropa interior, contra sus genitales y continua con la búsqueda de aquellas otras dos que faltan.
Al mes de encierro, cedió. Salió del placard. Colocó los trajes y blusas apolilladas en sus respectivas perchas. Se preparó un huevo duro y salchichas calentadas en el microondas.
Una vez concluido el acto alimenticio, telefoneo a su amiga con rulos.
¡Vaya, que rulos tenia aquella ramera!
“Hola Efímera”
“Hola Unmasked”
“¿Cómo estas?”
“Normal, creo”
“¿Puedo ir a tu hogar?”
“Claro”
“Ahora voy”
Tiró los platos en la pileta. No estaba dispuesto a lavarlos. De todas maneras, nadie lo notaria. Sin duda podrían reprochárselo cuando deslizasen el limpia fondos. Pero no por aquel entonces.
Llegó a la casa de su amiga Efímera. Lucía garras un tanto tétricas en sus pies. Hecho completamente racional: hacían juego con su alma macabra.
Le contó acerca de la foto de manos en U que había encontrado en la sala de espera del dentista. Efímera le dijo que le ocurría algo similar. Había visto aquella publicidad en un cartel cerca de la facultad. Lo cual, causó una gran alivio dentro de su estomago. Efímera era increíble. Pero el alivio desapareció en cuanto se enteró que quería las manos para introducirlas dentro de algún recoveco corporal que mejor no mencionar.
Estaba solo. Asquerosamente y desagradablemente solo.
Ni su amiga Efímera, buscaba aquella complitud con la cual se había encaprichado.
Su rutina seguía siendo la misma. Dormía durante las mañanas, se despertaba pasado el mediodía y se iba a buscar aquellas malditas manos luego. Llegaba la noche y se quedaba meditando hasta que el gallo del vecino empezaba a chillar.
No tenía las manos.
Ni alguna idea de como conseguirlas.
“Nada” es un buen nombre para un conejo.
Efímera quería las manos. Efímera las necesitaba. Por lo tanto Efímera estaba en una situación similar. Es mas, Efímera también deseaba incorporarlas en su cuerpo.
Se tranquilizó al notarlo y decidió que junto con Efímera seria mas fácil de lograr.
Aquella noche, pegó el recorte fotográfico en la pared que enfrentaba su cama. La analizó hasta dormirse. Tenía la solución a menos de dos metros.
Soñó que un ave de rapiña devoraba su nuez de Adán mientras ésta comenzaba a sufrir una ceguera. Inmerso en el sueño, descubrió lo ilógico que era y se despertó. Tocó su garganta. Todo estaba en su lugar. No poseía cuatro manos. Ni conocía a nadie que gozase de ellas. Sonrió y se volvió a dormir, pensando que tampoco había intimado con alguien que guardase banditas elásticas de plush en la alacena.