
Su cabeza gira. Su cuerpo gira. Todo parece girar a una velocidad constante. Sus brazos girando se encogen. Sus piernas amnésicas lo mantienen erguido, aun así sigue girando- y encogiéndose.
Edmundo no es mas que una simple hormiga.
No mas felatios, no mas café con leche en el desayuno. Todos su intereses parecen haberse reducido al sudoroso cortar de hojas.
Su esposa, indiferente, lo levanta y coloca en la palma de su mano. Le habla. Le informa sobre el paciente que atendió al mediodía, mientras él se encontraba royendo hojas a mas no poder.
Le cuenta sobre cuentas corrientes y sobre llamadas telefónicas. Sin embargo, él continúa ahí, encima de la palma de su mano, haciéndole cosquillas y simulando algún interés. Está claro que no le interesa. Únicamente procura no dar un movimiento que pueda llegar a altearla y de esta manera, terminar aplastado por zapatos baratos de tacón.
Ese conjunto de extremidades ováricas, persiste relatando historias sin siquiera cortarle un racimo de uvas que bien podrían calmar aquella sed inexorable que posee en todo momento.
"Mira Ed, no soporto que no me dirijas la palabra. Que seas una hormiga, bueno, lo tolero. Pero... ¿qué no me hables?”
Ed continúa recorriendo su palma en círculos, tratando de no provocarle mas cosquilleo del que su mujer puede aguantar. Sin duda terminaría hecho puré de arvejas.
"Ed, que no me hables, que seas una hormiga, bueno, lo tolero. Pero... ¿qué no me cojas?"
Edmundo, inmóvil, trata de bajar hasta su zona genital. Quizá algún hormigueo en el coño de su mujer podría revertir la situación y con suerte podría ser aun mejor que el mejor de aquellos libidinosos polvos antes de pernoctar.
Percibe con sus antenas los ronquidos de su mujer y se aleja de la habitación. Temeroso a toparse con alguna cucaracha, algún ciempiés, algún bicho bolita, atraviesa el living y la cocina, hasta cruzar la rendija de la puerta.
Una vez entre la rendija, permanece unos segundos atento. Asegurándose la ausencia de cualquier amenaza bichal.
No parece haber ningún ser amenazante, mas que el sapo Víctor Hugo -así le había apodado su mujer algún tiempo atrás- que se encontraba muy ocupado entonándole una serenata posmoderna a la sapa vecina.
“Imposible tratar de ligar con ese canto”, pensó Edmundo.
Víctor Hugo necesita urgente una afinada de las parótidas.
En fin, llega a la madriguera donde se encuentran aquellos seres que simulaban ser como él. En apariencia, sin lugar a dudas, eran idénticos. Pero Edmundo, quizá por timidez o por arrogancia, casi no prestaba atención a sus vociferaciones nocturnas. Permanecía la noche entera tratando de buscar alguna solución a su situación actual. Hasta que alguna hormiga apoyaba una de sus antenas sobre su abdomen. Acto que lo deleitaba mucho. Posiblemente ello era lo mejor de ser hormiga. Pero aun así, no lograba distraerlo por completo.
Una noche de desvelo, una hormiga ramera le ofreció huir de aquel mugriento lugar y no sólo eso, sino procrear cada noche antes y después del amanecer.
Edmundo, dudoso, le dijo que no habría mayor complicación y que la noche siguiente partirían hacia quien-sabe-dónde.
En caso de algún estúpido arrepentimiento, no se presentaría la noche entrante.
Llegó la noche. Una vez terminado el tedioso y rutinario monologo de su esposa, se dirigió al lugar donde había conversado con la ramera la noche anterior.
" ¿Estás listo?", preguntó la ramera.
"No. Pero no es mayor problema, vamos."
"Estas seguro?"
"No. Vamos"
Juntos, sin equipaje, sin alimento, sin libros y sin goma de pegar abandonaron la madriguera y se lanzaron a la suerte de sus ácidos fórmicos.
xxxxx
Años mas tarde, su esposa absorbía electroshocks y era amenazada por unas treinta pastillas antipsicóticas diarias.
“Tu marido está bien. Esta viviendo con otra mujer hace nueve años, pero legalmente sigue siendo tu cónyuge. No te preocupes, Leonor, pronto saldrás de este lugar. Pronto estas visiones que tenés desaparecerán y ahí comprenderás y podrás ver con tus propios ojos que tu marido no es una hormiga. Que simplemente vos y él están viviendo separados”, explicaba de forma nauseabundamente pedagógica la enfermera de turno.
Esa noche Leonor no pudo dormir. El cosquilleo de Edmundo no se lo permitió. Aun estando internada, Edmundo atravesaba todas las rendijas de las puertas y le ofrecía su compañía y algún resto de cartón o algodón.
Luego le seguirían aquellos hormigueos diarios, dentro del coño, que tanto disfrutaba.